Con el acqua al cuello

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La norma laboral de la crisis propaga en las relaciones laborales un desequilibrio radical entre la libertad de empresa y el derecho al trabajo, de manera que el contenido laboral de este último queda en gran medida anulado.

Como en la novela de Petros Márkaris, estamos con el agua al cuello. Con el agravante de vivir un discurso triunfalista en las declaraciones de los gobernantes y en  los medios – acompañado de la euforia feliz del fútbol a lo largo del mes de junio – junto a la opacidad real de las decisiones colectivas que cada día más amplían el abismo de desigualdad y de injusticia en la que nos movemos.

El rescate del sistema financiero español, que se traduce en un mecanismo de socialización de pérdidas privadas para salvar a una élite financiera insolvente, exigirá nuevas y más duras reformas antisociales, como está sucediendo ya en Italia, el otro protagonista de la última eurocumbre del Consejo europeo.  Ante esta situación, el presidente del gobierno anuncia que va a “pisar el acelerador” de las reformas, exigiendo a todas las administraciones públicas un “mayor esfuerzo en el déficit”, lo que supone un mayor recorte en los servicios esenciales de educación y sanidad y la práctica abolición de la dependencia, además de nuevos “ajustes” de plantilla de los empleados públicos.

El torbellino de las decisiones políticas, el carácter efímero de las noticias y la descarada negación mediática de las implicaciones antisociales y antidemocráticas de las medidas adoptadas por los gobiernos nacional y autonómicos, impiden ver con una cierta distancia el conjunto normativo en el que nos estamos colocando, el proceso de estabilización de la realidad al que conducen las reformas urgidas por la crisis.

La reiteración con la que se acude a la crisis como justificante de las decisiones derogatorias del conjunto de derechos en que se resumía la ciudadanía democrática y social en Europa, hace necesaria  una recapitulación sobre la utilización de este término y sus efectos en el área de la regulación laboral y social, especialmente en nuestro país.  A nadie se le oculta, sin embargo, que muchos de estos procesos son comunes a otras experiencias nacionales de los países periféricos del sur y del este europeo.

En España, además, el tiempo de las reformas 2010-2012 sobre el llamado “mercado de trabajo”, es decir sobre el espacio de intercambio de la muy especial mercancía denominada fuerza de trabajo, es especialmente pedagógico al estar compartido políticamente por gobiernos de ideología opuesta, primero socialista (2010-2011) y a partir del trend  electoral de mayo y noviembre de 2011, su continuación conservadora (2011-2012), manteniendo sin embargo ambos un mismo topos de intervención y un argumentario semejante. La invocación a la crisis se traduce realmente en la crisis de instrumentos, procesos y realidades derivadas de la regulación de las relaciones de trabajo y su fundamentación política y democrática. A continuación se señalan algunas de estas correspondencias.

La primera es la crisis en las formas de producción del derecho. Desde mayo del 2010, se suceden normas de urgente necesidad una tras otra,  que consideran el espacio de la contratación laboral y de la extinción de los contratos, la negociación colectiva y la alteración de las condiciones de trabajo, como materias que requieren cambios consecutivos y permanentes derivados de una situación de urgencia excepcional que se hace derivar de la “crisis económica” o de la “desconfianza de los mercados financieros”, reclamando medidas perentorias al respecto. Es evidente que  lo que se consigue con esta frenética actividad normativa es ante todo legislar sin el Parlamento, que tiene tan solo en su caso una función supletoria de convalidación de las normas ya decididas sin debate público por el gobierno legislador.

El debate que requiere la publicidad normativa se produce una vez que esta ha sido ya promulgada y ha desplegado sus  plenos efectos jurídicos. La publicidad de las normas, que permite a los ciudadanos conocer el contenido de éstas, implica la discusión y el debate de sus contenidos en el órgano de la representación política antes de su aprobación y publicación en un diario oficial. La norma laboral de la crisis no es contrastada ni debatida  sobre la base de que el gobierno goza de la mayoría absoluta en el Parlamento,  y este órgano constitucional de representación popular es prescindible ante la constancia electoral de una mayoría absoluta del Partido Popular obtenida en las correspondientes elecciones políticas (marzo y noviembre 2011).

A su vez, el aluvión de decretos-leyes produce reformas en cascada de la normativa vigente, generando regímenes jurídicos diferentes superpuestos unos a otros. Esta convulsión normativa hace las delicias de los exégetas, pero complican la noción de sistema que se emplea para la organización, la estructura y la conceptuación de la norma laboral. La recientemente aprobada Ley 3/2012, que sustituye al convalidado RDL 3/2012, vuelve a modificar el régimen jurídico – siempre a peor, recortando aún más los derechos de negociación colectiva y las garantías del derecho al trabajo – de las elaciones laborales y de seguridad social, añadiendo un nuevo fleco a la creación aluvional de normas.

No sólo se ha alterado la forma clásica de producción de las leyes. Hay también una crisis en la fundamentación democrática y constitucional de la regulación del trabajo. La norma laboral de la crisis propaga en las relaciones laborales un desequilibrio radical entre la libertad de empresa y el derecho al trabajo, de manera que el contenido laboral de este último queda en gran medida anulado. Las  “reformas del mercado de trabajo” desde la Ley 35/2010 al RDL 3/2012 y, por el momento la última Ley 3/2012,  han ido profundizando su oposición al principio de igualdad sustancial acentuando conscientemente el desnivel de poder económico, social y cultural de los empresarios y titulares de los medios financieros sobre los trabajadores. En consecuencia se han situado fuera del mandato constitucional a los poderes públicos para que vayan progresivamente eliminando los obstáculos que impidan o dificulten la consecución de la igualdad material. Son decisiones normativas que contradicen directamente el art. 9.2 CE. Por eso es también evidente que la norma laboral de la crisis no considera hoy necesario profundizar en la igualdad efectiva entre hombres y mujeres, que se consideran materia “auxiliar” o “inferior” a la reglamentación flexible de la relación laboral, vaciando en la práctica de contenido el art. 14 CE.

En esta misma línea, es muy destacable la exclusión de los mecanismos de participación democrática que acompañan a estos procesos regulatorios. La reforma de la Constitución española que se produjo en agosto de 2011, mediante un pacto entre el partido gobernante (PSOE) y el partido aspirante a hacerlo (PP), introdujo la “regla de oro” de la prohibición del déficit y el equilibrio presupuestario como una pura “modificación técnica” del texto constitucional que impedía la ratificación de la misma en referéndum. El art. 135 de la Constitución española fue aprobado con la condición explícita de que el pueblo español no pudiera participar en su aceptación o rechazo. Esta hostilidad a la participación democrática se ha manifestado asimismo mediante el desprecio de los escasos instrumentos que la Constitución española han permitido como fórmulas de implicación de los ciudadanos en la elaboración de las normas. La Iniciativa legislativa Popular (ILP) que permitió en junio de 2011, presentar más de un millón de firmas en el Congreso en apoyo de una iniciativa legislativa que corrigiera la reforma laboral presente en la Ley 35/2010, ni fue tenida en cuenta en la legislatura anterior, ni desde luego ha sido ni siquiera mencionada en la presente, como si un millón de ciudadanos no fuera en si mismo un acontecimiento político y democrático al que hay que atender.

Es cierto que la Constitución española es reacia a aceptar estos mecanismos de participación, frente a textos constitucionales como el italiano, mucho más abiertos y en donde es posible la iniciativa de los referéndums derogatorios de normas legislativas. Pero muy recientemente se ha podido comprobar la trascendencia que la movilización popular a través de las redes sociales y la recogida de dos millones ochocientas mil firmas en toda la Unión europea en la decisión del Parlamento europeo contraria a la ratificación del Acuerdo Comercial multilateral contra la piratería (ACTA), que apoyaban la Comisión y 22 países europeos, entre ellos España. Esta sensibilidad política frente a la participación de los ciudadanos no expresada ritualmente en torno al momento electoral, es negada conscientemente en España por sus gobernantes.

Además este período se ha visto acompañado de una paulatina pérdida de la capacidad de interlocución de los sujetos colectivos que representan a las fuerzas del trabajo, es decir, los sindicatos más representativos. Con menos fuerza en el primer período de la crisis gestionada por el PSOE, en donde como consecuencia de la huelga general del 29 de septiembre de 2010, se llegó a establecer un espacio de negociación asimétrica en materia de empleo y de pensiones, luego ignorado a partir de la última deriva del gobierno socialista entre junio y agosto de 2011.

A partir de las elecciones de mayo en las Comunidades Autónomas y en el conjunto del Estado español  desde noviembre del 2011, el diálogo y la capacidad de ser parte en un proceso de negociación política o de concertación se les ha negado de forma radical a los sindicatos. No son reconocidos como interlocutores en el proceso de gobierno de la crisis. Y en el espacio que se había abierto mediante la negociación con los empresarios de un Acuerdo Interprofesional a tres años, el poder público – con la complicidad autolesiva de los propios empresarios, por cierto– ha vaciado de contenido esa práctica negocial, sustituyéndola por la decisión unilateral de gobierno que impone un paradigma diferente en materia de negociación colectiva que resulta contrario al diseño pactado por empresarios y sindicatos.

En este sentido, la norma laboral de la crisis provoca asimismo una crisis de aplicación de los artículos 7 y 28 de nuestra Constitución. Los conflictos sectoriales se extienden y se enquistan ante la carencia de reconocimiento y de capacidad de mediación de los poderes públicos. Desde la enseñanza a la minería, los ejemplos se multiplican. Pero esa conflictividad permanente – frente a la que cada vez más aparece la tentación del poder de presentarla como actos criminales – no se visualiza como un fracaso de la acción de gobierno y de la impotencia para reorientar este creciente disenso social. Con la ayuda inestimable de los medios de comunicación, se representa como una conducta reprensible  - cuando no perseguible policialmente y sancionable penalmente- por oponerse a reformas que, según el presidente del gobierno, “serán un hito en la modernización de nuestro país”.

A ello se une un proceso acentuado – pero ya iniciado desde hace más tiempo – de crisis de la garantía de los derechos laborales.  De manera muy importante, una crisis de la garantía judicial de estos derechos, que se arrastraba de forma señalada desde la reforma del despido improcedente en el 2002, y que se ha acentuado de forma impetuosa en las reformas del 2010 y del 2012 mediante la descausalización de las acciones extintivas del empresario, la aceptación de márgenes de arbitrariedad inconcebibles, y, en definitiva, la reducción del control judicial a la monetarización, a bajo coste, de las acciones antijurídicas del empresario.

El gobierno legislador ha procedido además, a partir del RDL 3/2012, a destruir las garantías colectivas del empleo que se desprendían del sistema de intervención pública y colectiva en los procesos de modificación y restructuración empresarial , haciendo desaparecer el control colectivo de las decisiones empresariales que afectan a un grupo importante de trabajadores. Se han borrado las garantías de empleo públicas y colectivas de tal manera que es posible preguntarse si existe realmente una política de empleo. Por último, se aprecia una utilización ideológica y militante – fundamentalmente a partir de la llegada de los gobiernos populares tanto en las comunidades autónomas como en el Estado español -  de la autoridad laboral en la defensa de la nueva legalidad laboral en especial respecto de las experiencias de la negociación colectiva que compensa o limita el marco de restricción de derechos laborales que pone en pie la reforma legal del marco institucional del Derecho del Trabajo. Algunas anécdotas trascienden este cambio de orientación e incurren en prácticas de dudosa compatibilidad democrática, como en el caso del ERE del Partido Socialista, de cuyos pormenores fue inmediatamente informado, por el propio Ministerio de Empleo, un periódico afín y ditirámbico del gobierno para su difusión generalizada.

Más llamativo resulta que los cambios generados por la norma laboral de crisis hayan generado una verdadera crisis de la bilateralidad en la relación de trabajo, en su fundamentación contractual. Lo que se viene a imponer ahora es un modelo de “incorporación” del trabajador a un espacio organizado completamente por el titular del poder económico. La reducción severa del poder contractual del sindicato y lo que se podría llamar “internalización” o “interiorización” en el perímetro de la empresa de la contractualidad colectiva residual, son las claves de una regulación legal de la negociación colectiva que se opone a una práctica de cuatro décadas de los interlocutores sociales españoles que han ido construyendo lentamente una ordenación articulada y general de la estructura del sistema negocial en el que fijaban las orientaciones y líneas de acción a nivel centralizado, con predominio  del sector o de la rama de producción como centro de imputación de las reglas principales que regían el intercambio salarial y la regulación de las condiciones laborales.

Emerge de la reforma “del mercado de trabajo” un poder empresarial plenamente libre en la redeterminación de las condiciones de empleo y de trabajo, sobre la base de motivos escasamente precisados – “relacionados con” la competitividad, la productividad o la organización del trabajo – que se proyecta sobre lo “colectivo” y lo “individual” en función del número de trabajadores afectados – los conocidos “umbrales”. Es un poder  del que cabe apreciar ribetes cuasi-normativos.  La regulación legal entroniza  un poder empresarial exorbitante, no sólo en sus facultades de seleccionar el tipo contractual que le resulte más apropiado y en el reforzamiento de sus potestades de extinción del contrato, también en los supuestos de improcedencia, sino en las facultades de modificación las condiciones de trabajo. Los grandes principios de aplicación e interpretación del derecho del trabajo pierden su relevancia ante el cambio de función y de sentido de la negociación colectiva y de la ley. El principio de norma más favorable o de norma mínima tienen ahora referencias muy diferentes de las que les servían de encaje, la imperatividad de la norma estatal y la extensión de los derechos a través de la autonomía colectiva.

Se está sustituyendo progresivamente la bilateralidad de una relación de trabajo de base contractual por un esquema de adhesión dinámica del trabajador individual – a lo sumo conceptuado como una serie, repetido en sus resultados idénticos a otros individuos y sólo determinado por la cantidad de los mismos – a las sucesivas modificaciones del contenido de la prestación laboral, degradando la mediación colectiva de estos poderes a cargo del sindicato o de los representantes electivos de los trabajadores.

Se podría decir, parafraseando a Romagnoli, que se está procediendo a un tránsito del contrato al estatus, pero no es en esta ocasión a un estatus de  ciudadanía – como explica en el estudio que abre este número de la revista- , sino de sujeción, de sumisión al poder privado. El trabajo, que se mide tan sólo en términos económicos de volumen de empleo, se pretende que sea un espacio habitado por sujetos cada vez con menos derechos políticos y civiles. Sujetos considerados tales en relación con lo que cuestan económicamente al empleador y en cuanto su trabajo se  incorpora a una organización productiva determinada  unilateralmente, con débiles controles públicos y colectivos, por el empresario.

La norma laboral de la crisis  y la crisis que induce en la regulación del trabajo  exigen pues una reacción política, colectiva y judicial. La defensa de los fundamentos básicos de la democracia social y el garantismo constitucional son elementos muy útiles y necesarios para encarar una respuesta a estos fenómenos de transformación de los presupuestos sustantivos del Estado Social y de su promesa de democracia colectiva. Hay márgenes amplios sin embargo para realizar otra política en Europa y en España. Es cierto que no existe todavía una articulación suficientemente potente de una alternativa política a lo existente que sea verosímil. Pero se están produciendo cambios importantes – las elecciones francesas son una muestra – y el movimiento sindical trabaja muy activamente en esa dirección.

 En este contexto de crisis sistémica del sistema financiero  y de generalizado deterioro social, la responsabilidad de los juristas del trabajo en todas las posiciones que como agentes del sistema jurídico pueden desempeñar, es decisiva. No sólo para formular la crítica de lo existente, sino para sostener técnica y teóricamente propuestas de cambio e interpretaciones alternativas que impidan el derrumbe del andamiaje de los derechos colectivos e individuales del trabajo y les ofrezca un horizonte de sentido nuevo, precisamente como anuncio de ese otro mundo posible.

Antonio Baylos

Catedrático de Derecho del trabajo. Universidad de Castilla-la Mancha
Co-Editor Insight.
www.baylos.blogspot.com
antonio.baylos@uclm.es