Leyendo los diarios de Bruno Trentin

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Escrito durante el tiempo en que fue secretario general de Cgil, Bruno Trentin, cruza su historia personal con la acción y las perspectivas del sindicalismo italiano.

La diarística se aleja del género literario del memorialismo y de la autobiografía sobre todo porque tiempo y memoria juegan un papel notablemente distinto. Esencial en el memorialismo y en la autobiografía, marginal en la diarística. Esta última no reconstruye el pasado, con todas las inevitables alteraciones debidas a la distancia temporal y a la necesidad de rellenarla hurgando en el archivo de la memoria

Es decir: mientras memorialismo y autobiografía contienen la narración de una vida idealizada y en cierta medida reinventada, la diarística es la proyección inmediata de la imagen de un ser humano inmerso en el hoy en el que vive. De hecho, el diario tiene la propiedad de las instantáneas tomadas con el destello de un flash. Dicho esto, tengo que mencionar un posterior y no secundario motivo para distinguir entre géneros literarios, no obstante su proximidad. La diarística no está necesariamente asociada a la profesión de escritor y, cuando no lo está, el que escribe un diario no busca lectores. Se busca a sí mismo.

Y este es precisamente el caso de los diarios de Bruno Trentin que cubren los años de su mandato como Secretario general de la Cgil (1988-1994); aun cuando el autor demuestra, aquí, tener madera de escritor de raza más de lo que pueda traslucir una densa ensayística cuya prosa no es precisamente ni ágil ni cautivadora. Por eso los diarios de Trentin se leen con respeto, como exige la buena educación. De hecho, nos han enseñado que, cuando entramos en casa ajena, es obligado comportarse con discreción. O sea, en nuestro caso, con el esprit de finesse, delicadeza, sensibilidad e inteligencia necesarias para abstenerse del voyerismo.  Pero es este, precisamente, el peligro más insidioso al que están expuestos los diarios de Bruno Trentin.

Al poder hurgar libremente en las heridas más recónditas de su alma, es fácil abusar del privilegio concedido, cediendo a la tentación de robar pedazos de su intimidad para convertirlos en cotilleos de revista. No todo el mundo está dispuesto a entender (o peor aún, a reconocer) que la extrema dureza que caracteriza la escritura de los diarios es un seguro indicio revelador de una fragilidad inconfesada; salvo a sí mismo: San Candido es “el único sitio en el que querría vivir”, confiesa, y la montaña –que es el leit-motiv de sus diarios– “es mi hábitat auténtico y natural”, porque “la droga de la roca me da la ilusión de encontrar un espacio mío” y “las pruebas de una escalada difícil (me) dan la dimensión que me permite  tomar distancias respecto de un mundo que me oprime”.

Por todo lo dicho, y una vez fijado que el marco dentro del cual se sitúan los diarios es el que he acabo de esbozar, he interpretado los diarios bajo una óptica introspectiva que lleva a resaltar la curva que les ha impreso el pesimismo de la razón, tan tratado por el autor, con la misma intensidad con la que, sostiene Antonio Tabucchi, Pereira trataba el pasado. De esta forma me pregunto si sería posible una lectura distinta. Distinta, entiendo, de la inspiración que ha guiado a Bruno Trentin en su escritura.

De hecho, los diarios no contienen materiales inéditos susceptibles de enriquecer la propuesta de un sindicato de derechos que es su legado cultural entregado a la historia: “un inmenso depósito de ideas”, lo habría definido Riccardo Terzi, “todavía en gran parte sin explorar y sin aplicar”. Sin embargo, los diarios ofrecen abundantes elementos que permiten al lector darse cuenta de los costos que debería soportar para mantenerse en su puesto aquel que, al timón de “una nave con riesgo de quebrarse en cualquier momento”, se rebela ante la idea de que su trabajo consista solamente “en tapar las vías de agua” que provocan la deriva. “Cuanto antes me vaya mejor será”, se repite a sí mismo; no solo porque “no veo la hora de gritar mi alejamiento moral y cultural”, sino también porque “siento que al menos debo decir estas verdades y renunciar a una responsabilidad que se convierte en una pantalla y una mixtificación”.

La clave de lectura de los diarios reside aquí. Los diarios son el producto del entrelazamiento entre una crisis existencial (verosímilmente anterior y destinada a durar tras el momento testimonial) y una crisis del sistema político (aunque ésta latente y destinada a demolerlo) que arrastra consigo la crisis del sistema sindical. Aunque sus causas s remontan a antes. Se remontan a la época en la que el antifascismo que había sido el nexo de unión de la Resistencia y el pivote de la fase constituyente pierde su centralidad tanto en el pensamiento que preside la acción política como en el sentimiento popular dominante tras la Liberación, convirtiéndose el anticomunismo en el nuevo nexo.

Por contraste, la Cgil unitaria no se habría desmoronado con procedimientos tan traumatizantes. La verdad es que la ruptura del pacto de Roma que había dado lugar a su nacimiento fue necesaria para culminar, en el lado de la representación social del trabajo, la conventio ad excludendum (por usar la elegante fórmula creada por un constitucionalista de la estatura de Leopoldo Elia) acordada por los partidos que formaron los gobiernos centristas bajo dirección demócrata-cristiana, deseosos de blindarse en aquel clima de guerra fría.

Es entonces cuando la clase dirigente adopta la decisión política de abolir de hecho tres cuartos del mosaico de normas en las que se refleja la cultura sindical de los constituyentes y se abre la época de la hibridación de la representación social del trabajo, en equilibrio entre público y privado; del bricolaje contractual protegido por jueces,  incluidos altos magistrados, según los cuales segmentos significativos del derecho corporativo podían tranquilamente sobrevivir al cambio de régimen; de la creatividad improvisada y a la vez del conservadurismo por conveniencia. Es, en suma, la época de los oxímoros que dura ya desde hace setenta años en un país en el que las partes sociales parecen apasionarse con un juego que no tiene equivalente en el panorama internacional. El juego consiste en quedar fuera de la constitución  sin, por ello mismo, ponerse en contra, obligando a los jugadores a buscar más allá lo que está dentro.

Esta singular situación de a-legalidad constitucional nos es tan familiar que ya no nos impresiona. Es verdad que esta obra maestra de acrobacia es consecuencia de las constricciones que, impuestas por la historia, se convierten en un prejuicio anti-institucional. Vale la pena, sin embargo, examinar críticamente la capacidad de resistencia de lo mismo. Por esto, si bien muchos de los efectos del prolongado dominio de lo informal son irreversibles y es insensato polemizar con lo que debería suceder, no es nunca demasiado tarde para hacerse una serie de incómodos interrogantes. Los mismos interrogantes que llevan a Bruno Trentin a meditar sobre lo que llama el “mal oscuro” no solo de la Cgil sino más bien de un pluralismo sindical marcado por una tradición que ve en los partidos los modernos príncipes y en los sindicatos sus fieles escuderos.

En realidad, durante un largo trecho posterior a la Constitución la Cgil hace de todo con tal de presentarse ante la opinión pública como el sindicato según el cual un buen resultado electoral de los partidos de izquierda (el más grande de ellos, el Pci, quiere que la Cgil haga de correa de transmisión de su estrategia de conquista del poder) es mejor que un buen convenio. De forma análoga, la Dc y la Confindustria ven en la Cisl el fortín avanzado in partibus infedelium sobre el cual basar la confianza a fin de dar al mundo de la empresa un partner más colaborativo que conflictivo y enfrentarse a una hegemonía cultural de la parte social contraria a las políticas del gobierno (no solo) sobre el trabajo. En cuanto a la Uil, después, pronto se ve que no nace para impedir que el pluralismo sindical en salsa italiana tenga las características (como decía a mis estudiantes) de una madera torcida.

En todo caso, y no de forma diferente a los partidos menores de los que era prolongación, esta confederación se identifica por la habilidad de maximizar los beneficios ligados a la ambigüedad que de forma habitual distingue a las terceras fuerzas. En fin, el dato de fondo es que el pluralismo sindical es falso en gran medida porque nace marcado por la subordinación a las lógicas y dinámicas ligadas a la evolución de un marco político donde mandan los partidos de masas; lógicas y dinámicas que se sobreponen a las propiamente sindicales. De las cuales, por otra parte, nunca se ha tenido una noción precisa, y el mismo Bruno Trentin se pregunta justamente si existe una compartida. “El mal oscuro de la Cgil”, así lo dice en su análisis de agosto de 1992, “está en quedarse a mitad de camino hacia la adquisición de una nueva identidad realmente emancipada de la tutela de los partidos, capaz de elaborar y hacer reconocible una medida de juicio, una escala de valores y un sistema de prioridades que se refieran únicamente a ella misma”.
 
Según Bruno Trentin, si la Cgil (y, en mi opinión, el resto del sindicalismo histórico) no culmina el viaje, “será la olla de barro de la crisis de los partidos y de la izquierda”. En el momento en que Bruno Trentin escribe, esto no es un presagio: es la despiadada descripción de un proceso de desarrollo en marcha que lo obliga a asistir, en la izquierda política, a la degradación de las “afinidades electivas en fidelidades personales” y de las “convergencias políticas en complicidades de cordada”. Al mismo tiempo, debe asistir a cómo prevalece, en el ámbito sindical, la lógica de la supervivencia de las burocracias y de las rentas de posición ligadas al sucursalismo de los partidos ya metabolizado. No dejan de llegar, escribe el 26 de enero de 1992, “noticias acerca del cúmulo de triquiñuelas, corrupciones, abusos que regulan la vida del sindicato real en muchas zonas de la organización” y esta es la razón por la que, como amenaza poco después, “o se aclara mínimamente esto, en la Cgil ante todo, o me voy”.

En efecto, caído el Muro de Berlín y en vías de desintegración los partidos de masas a quienes les gustaba dárselas de Señores Protectores en relación con los sindicatos, Cgil-Cisl-Uil tuvieron que ponerse a gestionar su propio negocio y asumir la responsabilidad de actuar con plena autonomía, convirtiéndose en la punta de un proceso de innovación cultural con el objetivo de llevar a cabo la unidad del trabajo que cambia, incluido el autónomo. Después de todo, una relación que ha durado decenios terminó por diluir y suavizar valores fundacionales contrapuestos, por muy verdaderos o presuntos que fueran.

Al contrario, no. Mucho más que antes, el pluralismo sindical evoca solamente patriotismos de organizaciones que hacen de cada sindicato una agencia de reparto de servicios (desde los patronatos a los entes bilaterales) en beneficio no tanto de los representantes como de los usuarios-clientes. Es el resistible ascenso del sindicato que transforma en un dogma un imperativo falsamente moralizador del tipo “mejor un convenio, cualquier convenio, que ningún convenio”. Efectivamente, solo los ritos que celebran la apología de la primacía de la organización le permiten ganarse la fe de la contraparte: fe en el cumplimiento de las obligaciones negociadas sobre la base de una concepción propietaria del interés colectivo y, en buena medida, de derechos de los que se dispone mediante el contrato.

Por esto, Bruno Trentin formula juicios desdeñosos. Negociar “sin objetivos y sin reglas, sin escala de valores y sin jerarquías de prioridades” es una forma de degradación (“pequeño cabotaje corporativo”, lo llama) en la que no se logra ver sino “la búsqueda ansiosa de una orilla a fin de legitimar a un estrato burocrático” enfermo del estrabismo que lo condena a confundir “uno de los medios de la acción sindical con el fin de la misma existencia del sindicato”. Como decir: es la señal de la capacidad expansiva del mismo virus que afecta al Pci tras el giro occhettiano. Un giro que, por los modos y tiempos en que se lleva a cabo, le parece, como él mismo escribe, “simplemente dirigido a entrar en el área de gobierno”. Difícil no darle la razón.

Umberto Romagnoli

Umberto Romagnoli, già professore di Diritto del Lavoro presso l'Università di Bologna. Membro dell'Editorial Board di Insight.